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LOS ROSTROS DEL MÉXICO PROFUNDO

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OSCURIDAD Y CAOS ORGANIZADO: CRÓNICA DE UNA NOCHE POST-SÍSMICA 

Confusión, curiosidad. Constancia.

Como un turista desinformado, caminé las calles nocturnas de una colonia en la que anteriormente transitaba seguido, a pie, en bici, de noche y de día. Ahora era oscura y vestía la banda amarilla que nadie quiere vestir: Peligro, No Pase. Almas caminaban en silencio, agrupadas entre cuatro o seis personas, con la seguridad del que sabe que está en el lugar correcto. Pasaban motorizados con botellones de agua a sus espaldas, al fondo un grupo de personas gritaban, dirigían el tráfico, usaban chalecos que brillaban a lo lejos. Olía a gas la colonia Condesa.

Un chico me pide que agilice el paso, que no obstaculice. Yo le tomé una foto que resultó tener muy poca exposición. Mi compañero y yo tratábamos de llegar a la Avenida Insurgentes para reunirnos con un equipo de brigadistas, pero el paso estaba cerrado. Ante nosotros, la inmensidad del colapso: Álvaro Obregón 286; un cementerio de varillas y hormigón. Justo al lado de La Clandestina, donde unos meses atrás tomaba un mezcal con mi hermano, recordé. La Ciudad de México y su gente han cambiado desde aquel martes inesperado, exactamente 32 años después de aquel otro nefasto terremoto.

No había paso hasta llegar a Insurgentes, nos decía el oficial encargado. Teníamos que rodear por Parque México para llegar a la Roma, donde esperaban los otros rescatistas frente a otro derrumbe. Yo seguía sorprendido, sin entender qué hacían todas esas personas en fila, callados, mirando al vacío compuesto de hormigón. Estaban en vigilia, rezando, quizás, silenciosamente por los caídos, por los atrapados. Se mantenían en pie en nombre de esas 40 personas que todavía no se levantaban, atrapadas bajo el escombro. Me pareció admirable. Toda esa noche que recorrí distintas zonas del centro de la capital, había en el aire un sentimiento de admiración y perseverancia. No nos vamos a rajar, decían.

Damos la vuelta y llegamos a la Avenida Insurgentes esquina con Sonora. Ahí, al otro lado del edificio donde venden pelucas, donde viví hace unos años. Nuevamente, una manada organizada de voluntarios dirigía el tráfico de la avenida más larga del mundo, juntaban comida y víveres, ofrecían sandwiches y tortas, daban instrucciones. Un pequeño niño ofrecía café a los cuerpos militares, ellos lo rechazaban tímidamente, como el que no siente que se merece una gentileza. Estaban ahí, mirando con perplejidad cómo se desarrollaba todo sin tener que intervenir. La escena del derrumbe era una vitrina, y ellos los maniquíes. Cadenas de humanos se pasaban de mano a mano los víveres que iban a ser transportados a las zonas de mayor carencia, distribuyendo la enorme ayuda que los mexicanos han ofrecido a raíz del terremoto. En la calle Querétaro, un grupo de rescatistas esperaban instrucciones mientras comían taquitos de guisado de la cajuela de un coche.

Logré que me dejaran pasar unos minutos para ver, y tomar fotos del colapso del edificio de la calle Medellín 176, aquel donde el megáfono de su hermana gritaba porque Erick Gaona resistiera los escombros. Hemos sacado ya dos cuerpos sin vida, me dijo la chica encargada que me custodiaba, ya no con rostro de decepción o tristeza, sino de cansancio, un rostro que persevera bajo noche y día, sin la esperanza de ver a los atrapados volver a nacer. Unas horas atrás habían entrado las brigadas de rescate israelíes junto con los topos, buscando vida dentro del escombro. Esa fue la noche que sacaron el cuerpo de Erick. En frente del edificio un grupo de personas, conformado por brigadistas y un militar, bromeaban y reían. El chiste debió haber sido muy bueno.

Escoltado nuevamente, regreso al centro de acopio de Insurgentes donde siguen metiendo agua y víveres en un gran camión de transporte. Me impresiona el liderazgo de los brigadistas civiles sobre las fuerzas militares. Son ellos los que deciden qué se hace y cómo se hace; los militares obedecen en silencio. Me despido del caos organizado de la Roma para irnos hacia la colonia Del Valle, un poco más al sur, donde, al parecer, necesitan voluntarios para relevar a otros brigadistas.

En la camioneta pick-up recorremos las solitarias calles en búsqueda de lugares donde ayudar. Ocasionalmente se divisan otras camionetas con más brigadistas haciendo lo mismo que nosotros, todos desesperados por ayudar, echar la mano, hacer el paro, poder llenar de solidaridad ese vacío enorme que todos sentimos después de aquel martes desafortunado. Llegamos a un par de derrumbes donde, efectivamente, no necesitan más apoyo. La ayuda de los mexicanos al desastre ha abundado, inclusive sobrepasado las expectativas de este desinformado turista.

Finalmente, llegamos a un pequeño centro de acopio donde parece que sí hacen falta brigadistas. Nos anotamos en una lista; somos alrededor de 23 voluntarios. Recuerdo por lo menos a cinco mujeres. Empieza a caer la lluvia de la una, madrugada, viernes. Utilizo una bolsa de basura para cubrir mi cámara y sigo a los otros 22. Nos volvemos a detener bajo una lona de plástico, y pasan lista de nuestros nombres. Debemos permanecer juntos. No logramos encontrar el edificio colapsado; uno de los chavos con impermeable amarillo dice que nos dirijamos hacia la calle Eugenia, donde está el otro gran centro de acopio. Jesús -para inventarle un nombre- dice que lleva apoyando en las actividades de rescate desde que todo comenzó. Ya ni sabe qué día es hoy; las dos chelas que se tomó lo tienen un poco desorientado, dice riendo.

Sigue lloviendo fuerte. Al llegar a Eugenia, otro ejército de voluntarios, refugiados bajo una gran lona amarilla. Esperan para entrar a la zona colapsada. Los acompaño para proteger mi cámara del ahora torrencial que cae. Pronto acabará, pienso. Resulta que nuestra participación va a tener que esperar unas horas, todavía no empieza el turno de las 3 a.m. Otros brigadistas, los que se anotaron al mediodía, están ahora recogiendo los escombros. Parece que ya no están sacando más cuerpos. Para ayudar, hay que esperar. ¿Quién lo diría? Sin duda es algo bueno, pocas veces visto. Las cadenas humanas, el símbolo de la perseverancia en estos días, continúan pasando de mano en mano víveres que van llegando a la calle Eugenia y División del Norte. En la esquina, un restaurante abre sus puertas y ofrece todo tipo de comida a los voluntarios. En vez del menú ejecutivo, el menú brigadista.

Antes de poder entrar a la zona de escombros, escuchamos la noticia que en la colonia Roma, en las calles Puebla y Valladolid, el gobierno autorizó el uso de maquinaria pesada para derribar los escombros de un viejo edificio colapsado. Todos sabemos lo que significa. Rápidamente, se forma un grupo de personas para ir al sitio y hacer acto de presencia. Preguntan si alguien sabe cómo llegar, y yo me ofrezco para acompañarlos. Claro, si viví en un departamento justo antes de llegar a esa esquina, sobre la calle Puebla. Otra vez lo surreal coincide con mi conexión personal con esta ciudad.

En el carro conversamos sobre la arbitrariedad del gobierno de empezar a utilizar maquinaria pesada. No han pasado ni tres días, y ya quieren desistir en la búsqueda de sobrevivientes. Después del terremoto del ‘85 pasaron semanas antes de rescatar personas todavía con vida, dice el chico que maneja el carro. Él y sus dos amigos viajaron esa noche desde Toluca a traer comida y ayudar donde se pueda. El gobierno debe restablecer el orden en la ciudad. Ya basta de civiles salvando vidas, ya basta de actos de solidaridad y autonomía. Borrón y cuenta nueva. Abajo los escombros, y los cuerpos también, vivos o muertos.

Al llegar, ya vemos un grupo de alrededor de 30 brigadistas al borde de una banda amarilla, esa que nadie quiere vestir, la que impone jerarquías. Conversan en voz baja, hacen planes, idean estrategias. Al fondo, una enorme máquina, iluminada cinematográficamente por reflectores a los lados, utiliza sus garras metálicas para remover escombros. Es una escena tensa. Por voz de una brigadista nos enteramos que los familiares de los habitantes se opusieron a la entrada de maquinaria pesada, tratando de salvaguardar la integridad de sus familiares quizás aún con vida. Sus súplicas, según parece, fueron ignoradas por las autoridades. Ahora pernoctan bajo sábanas prestadas en la esquina de la calle, a la sombra de un restaurante, resignados a esperar. Quieren recoger en chinga para que se acabe esto, dijo una joven; usaba lentes, y ella misma admitía que el cansancio no le permitía elaborar de una manera más elocuente. No podía tener más de 20 años. Y ahí andaba, actuando de líder de brigada, interactuando con las autoridades, pasando días sin dormir, en defensa de los oprimidos por el hormigón y el mal gobierno.

Van a ser las 5 de la mañana y ya empiezo a sentir las piernas, los ojos. Dos brigadistas logran persuadir a las autoridades para que dejen entrar en la zona y verificar el perímetro. Ella blanca, él moreno. Digo esto porque a lo largo de mi jornada nocturna, me impresiona el enorme y valioso trabajo en equipo entre voluntarios que provienen de diferentes estratos socioeconómicos. Esto es importante en México. En un país donde la desigualdad económica y racial abundan, los mexicanos se han organizado masivamente en un solo pueblo, dejando atrás sus diferencias sociales, para afrontar una de las mayores catástrofes en las últimas décadas. Y en el proceso, han sobrepasado la ineficaz autoridad de un gobierno que cada vez más protege sus intereses y defiende la corrupción.

Aquella noche del jueves vi a un México civil levantándose, autónomo y organizado, a favor de los más necesitados y en contra de la negligencia histórica. Aquella noche, por lo menos ante mis ojos foráneos, vi a un pueblo joven aguardar el próximo temblor: la revolución ciudadana.

El Niño Pá

Agarrando el tren ligero ya se siente la aglomeración de fé. Familias enteras esperan con ansias llegar a la procesión del niño más querido de la ciudad de México. Las angostas calles del barrio Xochimilco se atascan de fieles creyentes y seguidores del Niño Pá, la celebridad en esta fecha religiosa. Madres salen a las plazas a relucir sus niños Jesús, haciendo el mejor alarde de sus ropajes y creatividad a la moda. Muñecos de plástico compiten para ser el mejor Niño Pá, el más elegante y a la vez digno de llevar la palabra del Señor por los hogares humildes del México profundo. 

Cada 2 de febrero ocurre el cambio anual de mayordomo, cuando una nueva familia de Xochimilco debe hacerse cargo de custodiar al auténtico y único Niño Pá. Dicha familia se encarga de organizar la procesión y correspondientes eventos que conmemoran la llegada del Niño Dios en esta parte histórica de la capital. Para la comunidad de Xochimilco tener la custodia anual del Niño representa un gran honor, y las listas de espera para ser parte de este grupo privilegiado de familias son de años. 

Una mezcla abrumadora de espiritualidad con folklore bien mexicano se respira en todo el barrio, y conmueve inclusive a los no creyentes. Por unas pocas horas, el Niño Dios honra con su presencia a los miles de feligreses humildes del Distrito Federal.     

  

Crónica de un viaje al desierto

Marruecos es un país que brota sensaciones en cada esquina. Los olores más intensos, los ruidos más desorbitantes y las imágenes más profundas que he vivido alguna vez los encontré en esta región del Magreb. Era primera vez que pisaba suelo africano, y no sabía verdaderamente qué me esperaba en el país de Su Majestad Mohammed VI. Lo primero que impactó en nosotros fue aquella desorganizada orquesta de sonidos graves y agudos que enaltecían la identidad más pura del centro de la ciudad antigua, la plaza Djemaa El-Fna. La combinación de instrumentos musicales con voraces gritos de vendedores ambulantes y el canto religioso del clérigo llamando a rezar desde la mezquita conforman el día a día de esta famosa plaza. Marrakech ofrece ese ambiente estrepitoso que poseen pocas urbes del planeta: exhibe el orden dentro del caos. Un orden en el que sus habitantes se desenvuelven con toda tranquilidad y rutinaria cotidianidad. Ese caos organizado envuelve a la ciudad antigua por completo, a través de sus callejuelas escurridizas y sobre las motocicletas que circulan por pasadizos donde no cabe una jauría de gatos callejeros; los mismos que devoran carne animal y restos de comida en cada rincón oscuro de la Medina. Jamás vi a tantos gatos juntos perder ese glamour felino que tanto les identifica. En lo más alto de la ciudad, la Mezquita Katoubia supervisa a los fieles y condena a los pecadores.    

Casas humildes que parecen hechas de barro conforman el largo recorrido por el desierto. Hasta en los lugares más recónditos y rurales del Sahara, la creatividad artística persiste en el componente humano: casitas coloridas y bien pintadas para demostrarle a los turistas que todavía en este lado del mundo se tiene buen gusto. Dos colores prevalecen al unísono en esta atmósfera desértica: el marrón purpurino de la tierra; arriba, un infinito celeste. Nos dirigimos al pueblo de Zagora, muy cerca de la frontera con Argelia, donde cabalgaremos con camellos y pernoctaremos bajo el cielo estrellado.  

En el país clasificado de primero en calidad de vida del ranking africano de la Economist Intelligence Unit, la gente trabaja lo necesario para poder mantenerse y disfrutar del tiempo restante de los atardeceres color naranja, tomar té de menta y fumar hachís. Este último elemento es sumamente característico de la sociedad marroquí y su respectivo comportamiento. En una sociedad donde es ley divina e irrefutable evitar cualquier contacto con el alcohol, el consumo de cannabis se ha transformado en un modo de vida y una actividad cotidiana de los locales. Se le ve en los rostros, en sus ojos y su sonrisa serena, esa tranquilidad un tanto difusa en el pensamiento y una profunda reflexión introspectiva.

Una noche cálida y fresca en las costas de Essaouira; jóvenes que no consumen alcohol invitan a extraños que pasan por su tienda a tomar el té y contar historias del Sahara Occidental. Su gente es amable, sonriente y esperanzadora. Animales salvajes caminan libremente por las calles, buscando de qué alimentarse. Un chivo negro que recuerda a Lucifer hurga un bote de basura, enfrente la cara de Jimi Hendrix estampada en una pared. Al final del día, una jarra de té de menta acompaña un hermoso atardecer en la plaza central de Essaouira, donde niños corren con una ingenuidad cautivadora, y los pescadores recogen en el muelle los últimos frutos de la jornada.

La sencillez natural de este lugar representa el valor más intrínseco del ser humano. Marruecos, el país donde el tiempo parece detenerse para permitir el deleite de la belleza más humilde. 

 

// Serie en película de 35mm

Portraits of La Merced

Currently known as one of the largest informal retail markets in Latin America, with over 6,000 informal workers and 200,000 daily visitors, the Mercado La Merced has historically been the central stage for regional commerce in the Mexican capital. For 200 years this part of the city has brought entire families all over the countryside to work in the retail and wholesale industries. The market's biggest activity lies in basic Mexican foodstuffs, but the customer can find an infinite supply of products, from household items to Halloween costumes. However the market's chaotic process of growth and development has been one full of gang violence, kidnapping, extortion and prostitution, pursued activities to obtain political control of the commercial monster. Now its humble workers face a renewed threat, this time in the form of a government plan backed up by private interests to socially rescue the area and increase the value of its public space. Though the workers in the market have still no idea where they will be reallocated, or if they'll be reallocated at all. 

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